Mis padres me llaman para decirme que mañana vienen a Montevideo por una reunión política que tienen. Llaman para avisarme, y para ver a qué hora me quedaba bien que pasaran por la agencia. Ellos no sabían que yo estoy enfermo desde el viernes. En verdad, creo que para sus ojos estoy enfermo desde que nací. Soy la maldita oveja negra de esta maldita familia. En fin. Les comento que mañana no voy a la agencia. Mi madre comienza el interrogatorio acerca de mi enfermedad y cómo me revuelvo con los quehaceres diarios. Respondo diplomáticamente hasta limitar con el hartazgo. Ella lo nota, y ofendida por el ocultamiento de la información, se despide sarcásticamente y corta el teléfono. Sigo hablando con mi padre. Empiezo a vomitar una tras otra las palabras que cada vez que hablo con ellos rondan en mi cabeza. Le pido que ponga a mi madre al teléfono también. Que las cosas no están bien, aunque tampoco mal. Pero que hay que hablar de nuestra relación. Que no puede ser que no se preocupen por mí, sino que por el contrario se preocupan sólo por ellos y su rol de padres. Que tengo 26 años, una vida que me gusta más o menos, pero que es mi vida. Hablando puntualmente de la enfermedad, que desde el viernes estoy así y que me vengo manejando. Que no quiero que mi madre se me instale todo el día en casa. Que no quiero que me cambien mi vida. Que si se van a meter en ella, que pidan permiso. Que se den cuenta por qué no les dije que estaba enfermo. Que se den cuenta que me preocupo por ellos. Que se den cuenta que soy un buen tipo. ¡¡Que me conozcan, la concha de mi vieja!!
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