El frío invernal tiene esas cosas locas: la mayor parte del tiempo estás deseando llegar a tu casa y quedarte calentito adentro. Pero a veces, como hoy, te despierta unas ganas locas de salir a pellizcar un poquito de calor solar.
Cuando te pasa eso, hay que tener bastante voluntad para bañarse, vestirse y salir. Porque las ganas de salir están, pero también está el sillón llamándolo a uno con propuestas difíciles de rechazar. Lo que tiene el iPod en mi caso es que acalla esas voces y es casi como una señal inexorable de que voy a salir. Cierro la puerta de casa, hago el chequeo de costumbre de billetera, celular, puchos, encendedor y llaves, y salgo a la calle. Casi empujado por la propia pendiente de mi cuadra, agarro para la rambla.
"¿Será muy de perdedor ir a la rambla con unos bizcochos para uno mismo?", me pregunté. "Me chupa un huevo", me respondí. Entonces hice una breve parada en la panadería y seguí rumbo a la rambla.
Mientras esperaba que dejaran de pasar autos para poder cruzar, me pareció verla. Estaba a unos 100 metros, pero podía distinguir que era ella. Una ella nueva en mi vida, pero la ella más linda de todas. Ok... A esa hora el sol y el paisaje ayudaban a esa hermosa fotografía que nunca borraré de mi mente. Pero ella era ella. Divina. La mujer para pasar el invierno, la primavera, el verano, el otoño y cualquier nueva estación que quieran inventar.
"¡¡Autos, dejen de pasar, la puta madre!!", pensé en voz alta. En verdad, no fue en voz alta porque no hablé. Pero en mi cabeza casi que lo grité. Y mágicamente, como para seguir sumando a lo cinematográfico de la situación, los autos se detuvieron. Ok... Justo un nenito se tiró a la calle atrás de una pelota de fútbol y todos los autos frenaron de golpe para no atropellarlo... Pero eso se puede editar y que figure como que se quedaron inmóviles frente a mi pedido.
Innecesariamente, traté de arreglarme los pelos, me fijé que tuviera el cierre del pantalón subido, chequeé no tener lagañas y crucé en dirección a ella. No tenía flores ni un poema preparado. Simplemente era yo, con mis ganas de casarme con ella y una triste bolsa de bizcochos. Me saqué los auriculares para poder escuchar su dulce voz diciendo "sí, quiero" y di los últimos pasos que me mantenían injustamente lejos de ella.
Y ahí jugué mi carta matadora: "Hola. ¿Cómo estás? ¿No querés unos chobizcos?". Ella, desconcertada, respondió: "¿Cómo?". Yo pensé que capaz no había entendido lo de chobizcos, entonces fui más específico: "Te ofrecía unos bizcochos... ¿No querés unos con jamón? ¿O unos cuernitos?".
Su voz efectivamente era lo más dulce que había escuchado en mi vida, pero no sus palabras: "¿Qué te pasa, pelotudo? ¿Quién sos? Dejame en paz. ¡Salí de acá o llamo a la policía!". Rápido, me di cuenta de todo y le contesté: "Ya sé... No me digas nada. Tenés novio. Mirá que no nos vamos a comer todos los bizcochos... A él le podemos dejar unos cuernitos". Al decir esto último, le hice una guiñada, como para que el mensaje se entendiera.
Al pedo, porque ello lo entendió tan bien que empezó a gritar como loca: "¡Policía, policía! ¿¡¿Hay algún policía por acá?!? ¡Este degenerado se quiere propasar conmigo!". Sorprendido por el fracaso de mi plan, largué la bolsa de bizcochos a la mierda, me puse la capucha de la campera y salí corriendo antes de que alguien me viera. No fuera a ser cosa de que algún testigo me pudiera dibujar en uno de esos identikit y cayera preso por enamorarme de la mujer más linda del mundo.
Detenido una vez más frente al incesante desfile de autos y habiendo transcurrido el tiempo necesario para recapacitar sobre los hechos, miré para atrás y le grité con todas mis fuerzas: "¡Puta! ¡Denunciame esta, la concha de tu prima! ¿¡¿Sabés qué?!? ¡Te voy a denunciar yo a vos porque te quedaste con mis bizcochos! ¡Puta!".
Extenuado, al llegar a casa me saqué los auriculares y me tiré el sillón, no sin antes decirle: "Ya sé... No me hables..."