La niña que no preguntaba si faltaba mucho

El otro día me contaron una historia preciosa. Una anécdota. Una revelación. Una cicatriz. Una confirmación. Un cuento de esos que te dan ganas de adueñarte y que con el tiempo no logres dilucidar si es autobiográfico o no. Así que me sentí en la necesidad de preguntarle a la protagonista y narradora si podía gragearlo. Me respondió que sí, así que ya lo escribo como si yo fuera ella:
De chiquita vivía en Young con mis viejos, pero como el resto de mi familia estaba en Paysandú, solíamos ir casi que todos los fines de semana. Eran sesenta kilómetros. Un toque. Y yo me acuerdo que a la vuelta siempre me dormía. Tenía unos cinco años y entraba acostada en el asiento de atrás del auto, así que ni bien subía recolectaba los abrigos de la familia y me fabricaba una almohada. Digamos que me hacía la dormida, tal vez por el aburrimiento. Pero principalmente, porque sabía que al llegar mi viejo me bajaba del auto en sus brazos y me llevaba directo a la cama. Eso era lo mejor del mundo. ¡Que tu viejo te cargara a upa y te arropara! ¡Divino!
La simulación era ideal, porque medio que dormitaba, pero era consciente de lo que estaba pasando. Cuando sentía que estábamos llegando a casa, apretaba con más fuerza los ojos para que mi padre no sospechara. ¿Qué más podía pedir como broche de oro de un fin de semana familiar? Durante años fue así. Me encantaba pasar con mi familia sanducera, pero lo que más disfrutaba era ese traspaso sin escalas del asiento trasero del auto a mi cama.
Pero un día ya nada volvió a ser lo mismo. ¿Exageré tal vez y ese ronquido estuvo de más? ¿Me habrá visto mi madre por el espejo retrovisor cuando abrí levemente un ojo para corroborar que estábamos llegando y alertó a mi padre? ¿O el dolor en la espalda que lo había aquejado a mitad de la semana persistía? No. Simplemente yo había crecido. 
Ya no era más aquella niña que gozaba de ciertos privilegios. Alguna que otra vez, incluso hasta veinte años después, mis padres cada tanto me ven con esos ojos y vuelvo a recibir esos mimos, pero no es lo mismo.
"Dale, despertate que llegamos". ¿¡¿Cómo?!? Ya sabía que habíamos llegado, pero eso de tener que despertarme e ir caminando a mi cama era nuevo. Intenté remolonear, en una suerte de manotazo de ahogado. Pero no tuve suerte. Definitivamente ya no era esa niñita que sería cargada por su padre a la cama tras un viaje dudosamente agotador. Qué horrible. ¿Por qué uno tiene que crecer? ¿Por qué los padres se tienen que dar cuenta de que uno creció?

2 comentarios :

Nico dijo...

los padres son los padres

· · · l u i g i · · · dijo...

y esto no es una pipa

u_/