Federico es pintor. Al menos lo era. Su vida no podía decirse que era mala. Tenía una mujer y un hijo, una casa en el campo y amigos. Pero también tenía soledad. Con la excusa de buscar la creatividad siempre se quedaba con él mismo mucho tiempo. Y unas de esas veces terminó con su vida.
El tiempo pasó. La casa perdió toda intención de luz que podía llegar a tener. Cristina y Tomas, mujer e hijo de Federico siguieron viviendo ahí. Un día decidieron entrar al estudio, que no contó con la presencia de persona alguna más que del difunto. Investigaron un poco y encontraron un libro. Algo así como las memorias de Federico. Tras indecisiones, se proponen leerlo. La mujer empieza en voz alta en cualquier tramo: “...y no olvidarme de ese cuarto en donde la mayor parte de mi vida pasé. Allí era mi refugio, el lugar donde me podía encontrar conmigo mismo. Nadie más entró nunca allí, supongo debido a que constantemente lo prohibía, o quizás por la ambientación que con los años le había dado...”. En otro momento leyó: “...a cigarrillo, a alcohol, a sangre, pintura, perfume y millones de otras cosas se juntaban para...”. Pero todo esto no llamaba la atención de la mujer, y menos del niño, salvo en el momento que dijo: “...pobre y desamparado mi hijo Tomás, quien vivió desde los 3 años el martirio de ver morir a su madre. Pobre también de Cristina que se sintió ella misma obligada a cuidar de él y de mí, aunque en esta última tarea sabía que no lograría...”. Algo como una lágrima recorrió el rostro de ella, se fue deslizando por su brazo, en el cual descansaba su cabeza, y llegó a destino sobre las páginas del libro. Enseguida el niño, ya con la atención puesta en la lectura del libro, se ocupó de sacar la lágrima de la página. Pero el movimiento de su mano sacó no solo la tímida gota, sino que también movió las letras de la hoja. Se puso muy mal, hasta pareció que trasladó su pesar por el hecho a la mujer, quien lo calmó diciéndole que era la última hoja. Terminaron juntos la lectura, y se abrazaron en un mar de lamentos.
Decidieron pararse y salir de ahí, como cumpliendo una orden del libro. Pero por las dudas dieron vuelta la página para ver si había algo mas escrito. Escrito no había nada, había sí una pintura. Los ojos de Tomás se llenaron de luz. Movió su mirada por la habitación, y volvió al libro. Notó que era lo mismo, tal como hacía cinco escasos minutos se encontraba la habitación: ellos sentados, el niño con el libro, un florero, la mesa, todo igual. Pero con el pasar de los segundos se produjo un cambio. Por la ventana no se veían árboles ni nubes. El niño corroboró la concordancia mirando la ventana del libro y la que estaba detrás de él. Había letras, más bien garabatos a los que parecía que se le hubiera caído una gota encima.
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