Ayer de tarde me volví caminando del laburo a casa por la rambla. En vez de doblar en la calle perpendicular que me correspondía, decidí continuar e iniciar un paseo sin destino. Más allá de algún simpático perrito, nada me llamaba demasiado la atención. Ni las personas merendando, ni aquellas que estaban buscando piedritas o cosas particulares en la costa, o las amigas que estaban poniéndose al día. Iba muy en la mía, escuchando un podcast de entrevistas con mis auriculares que aíslan bastante.
Ahora que lo recuerdo asocio mi caminata con un zapping inconsciente, cuando por inercia gastaba las pilas y los botones del control remoto, buscando no sabiendo qué pero definitivamente sin demasiada suerte. O sí, porque te terminabas colgando con cualquier cosa y podía resultar un gran hallazgo.
En el caso de ayer, mi paseo se interrumpió en el canal de deportes. Pero no había fútbol playero, lo que siguiendo mi historial habría resultado lógico. No, no. El deporte que me cautivó fue… ¡voleibol! Para explicar mi asombro, vale acotar que nunca en mi vida había visto un partido de voleibol. Ni en arena, ni en pavimento ni en la dichosa superficie sobre la que se practique. Nunca lo jugué. Y sí pisé una cancha, fue porque quedaba de pasada al parador en la playa. De hecho, ahora tuve que googlear para corroborar cómo se escribía.
Pero ayer, por alguna razón, me senté en el murito de la rambla a ver cómo ocho desconocidos se repartían en dos equipos y se disputaban los tantos con mucho entusiasmo. Dejaban la vida. Se lamentaban cuando perdían una pelota sencilla y festejaban cuando metían una imposible. Como cuando tenía cable y hacía zapping, elegí un equipo por el cual hinchar. Indefectiblemente tengo que querer que alguien gane al mirar un partido de fútbol de la liga austríaca, por ejemplo. Así nunca en mi vida hubiera escuchado hablar de ese cuadro. Y trasladé eso al partido de voleibol.
La elección fue inequívoca: los que más celebraban al ganar cada punto. Los del otro equipo chocaban sus puños, pero no parecían tener esa química. O ese compromiso. O esa entrega. Eran más “profesionales”. Pero los de mi equipo estaban disfrutando. Tiraban magias, y se gozaban. Siempre con respeto hacia el rival, se abrazaban, cerraban el puño en alto y gritaban “¡¡vamo!!”. Con ese mismo respeto se insultaban simpáticamente entre sí cuando tocaba perder. Y yo me lamentaba, porque con cada minuto era más hincha.
El “¡¡vamo!!” me lo gritaba para mí mismo, pero la sonrisa se me dibujaba en la cara cuando la pelota de los otros picaba afuera. Mi equipo fue agarrando confianza, y mi emoción crecía. Estaba a varios metros de la cancha, pero mi corazón estaba lleno de arena. ¡Qué imagen pseudopoética de mierda! Creí que serviría para ilustrar mi involucramiento y grado de pertenencia…
Yo no llevaba la cuenta, pero íbamos ganando. Aquello era una fiesta. En un momento, el de mi equipo que estaba sin remera se lanzó de bruces, y quedando de espaldas a la red, para devolver una pelota muy bien colocada por el rival. Llegó, y la globa viajó muy bien dirigida.
Los contrarios estaban atónitos y seguían con la mirada la trayectoria. Uno de ellos estaba bien posicionado sobre el fondo de la cancha para devolver el tiro, pero otro gritó “dejala que va afuera”. Jaja. Ilusos. La dejaron, y picó en la raya. ¡¡Golazo!! Lo festejé en silencio, pero cerré el puño y moví los brazos. Adentro de la cancha estaban fundidos en un abrazo, mientras saltaban y giraban sobre sí. Yo seguía atentamente al sin remera, mi nuevo ídolo.
Orgulloso de él, hacía que sí con la cabeza en señal de aprobación y admiración. Y cada tanto hacía que no, evidenciando incredulidad. ¡Tremendo tanto! Cuando se terminó el festejo y se aprontaron para sacar y seguir jugando, el sin remera me miró. Mierda. Yo seguía con la sonrisa puesta en la cara y el puño cerrado... Me dio pila de vergüenza. Tanta, que instantáneamente me paré y seguí mi paseo.
Ahora que lo recuerdo asocio mi caminata con un zapping inconsciente, cuando por inercia gastaba las pilas y los botones del control remoto, buscando no sabiendo qué pero definitivamente sin demasiada suerte. O sí, porque te terminabas colgando con cualquier cosa y podía resultar un gran hallazgo.
En el caso de ayer, mi paseo se interrumpió en el canal de deportes. Pero no había fútbol playero, lo que siguiendo mi historial habría resultado lógico. No, no. El deporte que me cautivó fue… ¡voleibol! Para explicar mi asombro, vale acotar que nunca en mi vida había visto un partido de voleibol. Ni en arena, ni en pavimento ni en la dichosa superficie sobre la que se practique. Nunca lo jugué. Y sí pisé una cancha, fue porque quedaba de pasada al parador en la playa. De hecho, ahora tuve que googlear para corroborar cómo se escribía.
Pero ayer, por alguna razón, me senté en el murito de la rambla a ver cómo ocho desconocidos se repartían en dos equipos y se disputaban los tantos con mucho entusiasmo. Dejaban la vida. Se lamentaban cuando perdían una pelota sencilla y festejaban cuando metían una imposible. Como cuando tenía cable y hacía zapping, elegí un equipo por el cual hinchar. Indefectiblemente tengo que querer que alguien gane al mirar un partido de fútbol de la liga austríaca, por ejemplo. Así nunca en mi vida hubiera escuchado hablar de ese cuadro. Y trasladé eso al partido de voleibol.
La elección fue inequívoca: los que más celebraban al ganar cada punto. Los del otro equipo chocaban sus puños, pero no parecían tener esa química. O ese compromiso. O esa entrega. Eran más “profesionales”. Pero los de mi equipo estaban disfrutando. Tiraban magias, y se gozaban. Siempre con respeto hacia el rival, se abrazaban, cerraban el puño en alto y gritaban “¡¡vamo!!”. Con ese mismo respeto se insultaban simpáticamente entre sí cuando tocaba perder. Y yo me lamentaba, porque con cada minuto era más hincha.
El “¡¡vamo!!” me lo gritaba para mí mismo, pero la sonrisa se me dibujaba en la cara cuando la pelota de los otros picaba afuera. Mi equipo fue agarrando confianza, y mi emoción crecía. Estaba a varios metros de la cancha, pero mi corazón estaba lleno de arena. ¡Qué imagen pseudopoética de mierda! Creí que serviría para ilustrar mi involucramiento y grado de pertenencia…
Yo no llevaba la cuenta, pero íbamos ganando. Aquello era una fiesta. En un momento, el de mi equipo que estaba sin remera se lanzó de bruces, y quedando de espaldas a la red, para devolver una pelota muy bien colocada por el rival. Llegó, y la globa viajó muy bien dirigida.
Los contrarios estaban atónitos y seguían con la mirada la trayectoria. Uno de ellos estaba bien posicionado sobre el fondo de la cancha para devolver el tiro, pero otro gritó “dejala que va afuera”. Jaja. Ilusos. La dejaron, y picó en la raya. ¡¡Golazo!! Lo festejé en silencio, pero cerré el puño y moví los brazos. Adentro de la cancha estaban fundidos en un abrazo, mientras saltaban y giraban sobre sí. Yo seguía atentamente al sin remera, mi nuevo ídolo.
Orgulloso de él, hacía que sí con la cabeza en señal de aprobación y admiración. Y cada tanto hacía que no, evidenciando incredulidad. ¡Tremendo tanto! Cuando se terminó el festejo y se aprontaron para sacar y seguir jugando, el sin remera me miró. Mierda. Yo seguía con la sonrisa puesta en la cara y el puño cerrado... Me dio pila de vergüenza. Tanta, que instantáneamente me paré y seguí mi paseo.